Perico movía la cabeza de un lado a otro mientras echaba la cadena en la enorme cancela de hierro. No pretendía negar lo que era evidente, pero se resistía a creer que aquello sucediera, a pesar de haber presentido la llegada de este momento.
El empleo había sido llamativo y concurrido por varios opositores, pero él lo consiguió gracias a las influencias de su tía Adelina, que financió aquella capilla tan coqueta y blanca, punto de referencia de un proyecto deseado por todos los vecinos del pueblo, y previniendo su fracaso.
Estos recuerdos de hace mas de treinta años le hicieron fruncir el ceño. Su vida de sepulturero llegó a producirle una gran frustración profesional, eso sin contar las depresiones que se iban apoderando de él, cada cierto tiempo, por la falta de actividad. Había hecho una licenciatura en el extranjero sobre las diferentes formas de enterrar a los muertos, además de un máster, que se alargó tres años, sobre tres procedimientos metodológicos en psicología relativos a las diferentes maneras de tratar a los familiares y dolientes de los difuntos:
- El primero relacionado con los familiares directos: cónyuge, padres, hijos o hermanos;
- El segundo sobre el resto de familiares por consanguinidad y afinidad: yernos, nueras, tíos, sobrinos, primos, etc., y
- El tercero para los amigos y demás acompañantes.
Todo ello, sin contar el año de prácticas en el pueblo vecino, donde la funeraria municipal era el modelo de negocio que envidiaban todos los comerciantes, y salía a una media diaria de dos entierros y una incineración.
No le sirvió de nada. La maldición del pueblo seguía en sus trece de no consentir que la muerte se paseara por sus calles. Hasta el cura había perdido la costumbre de llevar el viático a casa de los moribundos, incluso ponía en duda lo del sacramento de los santos óleos.
Todo comenzó hace muchos años, el primero de la postguerra. El hambre, la falta de higiene, la miseria y todos esos alegres jinetes que cabalgan detrás de los ejércitos, provocaron varias epidemias que diezmaron la población de todo el país. Los vecinos del pueblo se atrincheraron detrás de unos enormes muros que levantaron con sus propias manos, rodeando las edificaciones e incluso algunas huertas, sin dejar que nada, ni nadie, penetraran en su interior, durante un año completo.
Parece ser, que el virus les llegó en tan poca cantidad, que les sirvió de vacuna, quedando inmunizados para siempre. Y lo que es peor, ante cualquier tipo de enfermedad o hecho traumático. Es decir, a partir de aquel momento nadie se moría en el interior del recinto. Durante muchos años vivieron con alegría esta inmortalidad, pero con el paso del tiempo se fue convirtiendo en un gran inconveniente, y no encontraban ninguna solución.
Perico había oído, que algunos de los habitantes que salieron al exterior, habían envejecido tan rápidamente, que fallecieron antes de poder retornar, y tuvieron que ser enterrados en los pueblos limítrofes, ya que ellos no disponían de cementerio. Eso sí, con grandes dolores, debido a que la piel al secarse se clavaba en los huesos. Cuando recabaron datos sobre la identidad de los que se marcharon, comprobaron que eran de los más viejos, cada uno de ellos sobrepasaba los ciento veinte años y que tenían un denominador común, habían perdido la memoria.
Por eso se proyectó aquél camposanto donde él estuvo empleado, por si llegaba el caso. También, influyó mucho el arrechucho del panadero, un hombre que había cumplido los cien, y parece que cayó en una especie de letargo, y el médico con una experiencia a sus espaldas de setenta años de profesión dejó de facilitarle cualquier tipo de medicina, no se sabe si a propósito o porque no sabía que recetar. Esto animó a los habitantes, y con una prisa inusitada en ellos erigieron la necrópolis antes de que el enfermo abriera los ojos, o los cerrara para siempre, hecho primero que tuvo lugar al cabo de tres meses, y sin saber como, se recuperó y todavía a sus ciento treinta años toma el sol en la plazoleta y juega al julepe en la taberna del Curro.
Viendo que aquello iba para largo, y que algunos intentos de homicidio fracasaron, se había formado una asociación de “Amigos Frustrados de la Muerte Intencionada”” (AFMI). Allí estaban afiliados todos los que desesperados de la vida, habían querido quitársela y no lo habían conseguido.
Uno lo intentó con arsénico y sólo sufrió unas diarreas tan aparatosas y molestas que los familiares y amigos le daban de lado, ante la imposibilidad de acercarse a su lecho sin que el ruido de los retortijones y el olor nauseabundo que irradiaba, permitiera la presencia humana a menos de diez metros de distancia. Otro se había incinerado, a lo bonzo, pero lo único que consiguió fue un color tostado, en forma de manchas desiguales y la pérdida del cabello durante un par de meses, siendo el hazmerreír de la chiquillería. Otro se arrojó desde lo alto de la torre de la Iglesia y se rompió brazos y piernas, pero se recuperó pronto, y ahora está intentando vender la silla de ruedas por internet. Y así, la impotencia a morir les comprometió a asociarse y estudiar una forma de morir que no tuviera retorno.
Ahora estaban organizando una manifestación contra el boticario, bajo el argumento de que la farmacia era un fraude al consumidor, ya que los productos que se vendían no servían de remedio para ninguno de sus males, y los venenos que ofrecían en sus ofertas era un engaño descarado, que sólo provocaban dolores de cabeza y molestias estomacales. De camino, pretendían conseguir que el consistorio reconsiderara la autorización sobre la construcción de una gran superficie comercial, para ubicar una cadena de tiendas macrobióticas donde pudieran encontrar todo tipo de productos naturales, tanto para la alimentación, como para el cuidado y mantenimiento del cuerpo ; es decir, desde los garbanzos rojos y las lentejas enanas, sin dejar atrás la rama de infusiones, hasta los jabones sin productos bioquímicos y los perfumes naturales con esencias de rosas, jazmines y demás flores. Que aunque no les curaban, al menos tenían ricos sabores y olores, y los podían utilizar para relajar las tensiones o para combatir el estreñimiento.
Perico, mientras meditaba en todas estas consideraciones, se encaminó en dirección a su casa, procurando esquivar la ruta de la farmacia. En un principio, pensó en visitar al párroco para que le ayudara en su decaído estado de ánimo, pero decidió que no era el momento más adecuado. Había oído los comentarios sobre los problemas que revoloteaban en la Iglesia, y supuso el cabreo del cura, acostumbrado durante casi cien años a que no hubiera contratiempos en la parroquia y ahora, precisamente, el Santo se le había declarado en huelga de cara a las fiestas patronales. Sí, el santo en huelga.
En eso podían estar orgullosos, era el único pueblo que disponía de Santo Patrón en vida, es decir, vivía en el pueblo con ellos y asistía a la Iglesia cada vez que era requerido. Tenía una peana junto al Altar, con un sillón en madera esculpida, que ocupaba durante la Misa Mayor, la de las nueve de la mañana los domingos. El resto de las misas ayudaba al sacerdote, desempeñando las labores propias de sacristán, y hasta se le había visto pelear con el monaguillo por las propinas que daban las beatas cuando movían los reclinatorios hacia lugares más estratégicos.
La historia del Santo era un secreto muy bien guardado por aquellos inmortales habitantes. Consiguieron su nombramiento por el Papa Pío XI, en los años cincuenta, cuando descubrieron que eran inmunes a la muerte. Lo propusieron como un milagrero que resucitaba a los difuntos, con la sola imposición de sus manos en la cabeza. Lo llevaron al Vaticano junto a varios vecinos que se ofrecieron a ser conejillos de indias delante de la Curia, y en presencia de las altas jerarquías eclesiásticas, bebieron toda clase de venenos que encontraron en los laboratorios del Santo Oficio. El futuro Santo les impuso sus manos, cuando imitaban los estertores de agonía e inmediatamente se levantaban del suelo, dejando asombrados a aquellos personajes siniestros vestidos con ropajes de todos los colores, desde el blanco hasta el negro, pasando por el rojo y el morado. Pero surgió un problema, y es que la Iglesia no podía consagrar la santidad en vida y, con gran congoja del pueblo, los representantes eclesiásticos dejaron el expediente abierto hasta que éste falleciera.
Hecho que fue comunicado por las autoridades eclesiásticas y políticas del pueblo, dos años más tarde, con un falso certificado médico. Al poco tiempo fue nombrado Beato y seguidamente, con grandes honores del día 2 de Junio, que quedó marcado en el calendario como Fiesta Local. Se podía decir, que la profesión de aquel vecino era la de Santo Patrón. Aunque, para evitar malos pensamientos, tenía la obligación, firmada ante el notario, de llevar una vida recatada y silenciosa sin lugar al escándalo, bajo pena de fuertes sanciones económicas y hasta privación de libertad si ponía en peligro el buen nombre de la Iglesia.
La protesta del santo era debida a que en las Fiestas del año pasado, los mozos algo alterados por la bebida, sacudieron demasiado fuerte las andas, donde fijaban el sillón de la Iglesia, y cayó al suelo, ocasionándole graves desperfectos en la cabeza y en un brazo. Y este año reclamaba una protección para evitar otro percance, pero el cura se negaba a poner barandillas donde enganchar el arnés de seguridad que se había comprado, porque afeaban y quitaban vistosidad en la procesión.
Ante estas cavilaciones, Perico se dio la vuelta a la puerta de la parroquia y puso rumbo hacia el Ayuntamiento para recabar información sobre los posibles puestos de trabajo vacantes, ya que aún se consideraba joven para tener que depender de la prestación por desempleo. No le dejaron entrar en el edificio, porque la corporación se había reunido para hacer un seguimiento a la manifestación.
Aún recuerda las cuatro últimas elecciones municipales. Como el anterior alcalde ocupó el puesto durante cuarenta años, y aquello podía alargarse indefinidamente, acordaron por sufragio, y así evitar la presencia de partidos políticos ajenos al secreto local, que los nuevos alcaldes que salieran de la urnas tendrían que ser por orden de edad y se elegirían entre los diez mas viejos del lugar, y los otros nueve restantes quedarían como ediles, así no habría gastos de publicidad que se podían reinvertir en mejoras de la vía pública. La duración del mandato debía ser por cuatro años prorrogables en cuatro más. Eso fue positivo, ya que la guerra política entre los partidos quedó aparcada, sustituyéndose por una liguilla de competiciones de fútbol, balonmano, baloncesto, petanca, julepe, parchís y un largo etc., de actividades deportivas que se dividieron en tres grupos: los menores de cincuenta años, entre los cincuenta y cien, y los mayores de cien, que por ahora eran pocos, pero se preveía un gran incremento en los próximos veinte años.
Después de meditar sobre las ventajas e inconvenientes que acarreaba la inmortalidad, pensó que a sus setenta años, y con treinta de ellos de sepulturero, sin haber disfrutado de unas merecidas vacaciones, lo primero que tenía que hacer, es inscribirse en la Oficina del INEM para cobrar las prestaciones a que tenía derecho y de camino descansar, y después ya estudiaría con tranquilidad la proyección de su futuro, que eso era muy importante para tomárselo a la ligera. Y dando media vuelta se encaminó pensativamente a su casa, a contarle a su esposa que le habían despedido de la empresa, por un expediente de regulación de empleo, ya que la crisis de fallecimientos había obligado a la dirección a cerrar el cementerio de forma temporal hasta que un nuevo estudio del mercado indicara la viabilidad de su apertura, o su adecuación al nuevo estatus de desempleado con derecho a pensión.
Escrito en junio-1997.